
Por Elier Ramírez Cañedo
Sostener hoy que el origen y la causa de todos los males en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, hay que buscarlas en la Revolución que triunfa en Cuba el 1ro. de enero de 1959, es desconocer la evolución histórica de un conflicto cuyas primeras expresiones se remontan a finales del siglo XVIII, cuando comenzó a perfilarse lo que sería la esencia fundamental de la confrontación bilateral: hegemonía versus soberanía. Por supuesto que el triunfo del 1ro. de enero de 1959 significó un punto crítico en las relaciones bilaterales al acentuarse la soberanía de Cuba. Por el mismo punto geográfico que Estados Unidos había comenzado a construir su dominio imperial, este comenzaba a ser desafiado, pero el conflicto venía expresándose desde mucho antes. Las fuentes documentales existentes demuestran que las pretensiones de anexar o dominar a Cuba estuvieron presentes en los padres fundadores de la nación estadounidense incluso desde antes de alcanzada la independencia de las Trece Colonias.
Ya en 1767 Benjamín Franklin había recomendado al lord William Petty II, conde de Shelburne y secretario de Estado para los asuntos coloniales de Inglaterra, fundar un asentamiento en Illinois para que, ante un posible conflicto armado, sirviera de puente para descender hasta el golfo de México y luego tomar Cuba o México mismo.1 También en una fecha tan prematura como 1783, John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, había hecho la siguiente declaración: «Cuba es una extensión natural del continente norteamericano y la continuidad de los Estados Unidos a lo largo de ese continente torna necesaria su anexión».2