“Habemus Papam”. Es ese tal vez el anuncio en latín más esperado por los fieles del catolicismo. Fue esa la frase que proclamó, en el 2013, la llegada del primer Sumo Pontífice nacido en Nuestra América.
Francesco, en italiano; Francisco, en español, resultó ser el nombre escogido por el actual Obispo de Roma para ejercer como Vicario de Cristo, al frente de la Iglesia Católica, cuando aquel 13 de marzo del 2013 —pasados seis minutos de las 7:00 p.m.— tras la quinta ronda de sufragio de la segunda jornada de cónclave, el cardenal Jorge Mario Bergoglio fue electo para suceder a Benedicto XVI.
La decisión del nombre pontifical se debe al santo italiano San Francisco de Asís, fundador de la Orden Franciscana, pues “para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la Creación”, reveló a la prensa el actual Jefe de Estado del Vaticano. Ello explica la intencionalidad de cómo quiere reformar la Curia Romana, en el esfuerzo-pasión de lograr “una Iglesia pobre y para los pobres”.
La contrarrevolución vestida de contrarrevolución está derrotada y Estados Unidos lo sabe. Sin masa entre los intelectuales cubanos, Washington intenta cazar entre quienes ponen contenidos en la Red para que se muevan -como explica el libro de Stonor Saunders- “en la dirección que uno quiere por razones que piensa son propias”. ¿Qué buscaba el Segundo Jefe de la Sección de Intereses de EE.UU. en La Habana en un encuentro de blogueros y tuiteros cubanos sino relanzar el fracasado puente destruido por la mediocridad de sus emisarios locales? Pero el rechazo provocado indicó claramente que es más efectivo el acercamiento desde un tercer país y el cultivo de la vanidad por medios y periodistas occidentales, que tan efectivo resultó en tiempos de la perestroika soviética. Lo describe el libro La caída del imperio del mal, que he citado en otras ocasiones y donde uno de los más célebres “disidentes” soviéticos durante la Guerra Fría que es también uno de los más críticos analistas de los efectos de la perestroika en la antigua URSS, Alexander Zinoviev, afirma:
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