Quizá no sospechaba el presidente norteamericano James Monroe que la doctrina ideada por su secretario de Estado y a él atribuida, sería conservada por sus predecesores como una reliquia egipcia. Seguro tampoco pensó que su cadavérico pensamiento sería desenterrado una y otra vez para regir las relaciones con los países subdesarrollados al sur del río Bravo.
Donald Trump no podía decepcionar a los señores del capital, quienes en realidad dirigen la nación norteña, y desempolvó desde su campaña electoral el lema «América (estadounidense) primero», expresión egoísta y avasalladora de quienes no distinguen la diversidad de criterio y aspiraciones en el orbe.
A la doctrina Monroe la momificaron como un antaño faraón para utilizarla de parapeto histórico y darles a conocer a los ciudadanos de Estados Unidos que los primeros dignatarios creyeron que era voluntad divina su expansión geopolítica y económica. Burda mentira que solo creen los cegados por las transnacionales mediáticas y sus ricos amos.