Publicado por editormiradas

Por Liena María Nieves*
José Ramón Simoni vio venir lo inevitable y, no sin cierto disgusto, accedió a las demandas de la hija. Su Amalia hermosa y fragante se le había enamorado de un joven recién licenciado en Derecho Civil y Canónigo; o sea, que la negativa no se fundamentaba en la poca valía del muchacho, sino en su condición «ordinaria», en comparación con las posibles alianzas que podría obtener una de las herederas más ricas, bellas y distinguidas de la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe.
«No te daré el disgusto, papá, de casarme en contra de tu voluntad; pero, si no con Ignacio, con nadie lo haré». El patriarca de los Simoni Argilagos dio su bendición entonces a la petición de matrimonio que, meses antes, había extendido Ignacio Agramonte y Loynaz. Además, se le veía bueno, noble, sincero…el hombre que cualquier padre desearía para una hija.
Amalia mandó hacer esta composición fotográfica en 1873. Tras la muerte de Ignacio, nunca más aceptó a otro hombre en su vida.
Cartas y promesas alimentaron el noviazgo distante. Él estaba en La Habana, concluyendo su formación doctoral, mientras ella lo aguardaba en Camagüey, aupada por su familia y protegida por la calidez de la suntuosa quinta que el padre construyese, años antes, en las cercanías del río Tínima. Ignacio regresaría a principios de julio de 1868. Llevaba para su Amalia el traje de novia que luciría el día de la boda, celebrada el primero de agosto en la iglesia principeña de Nuestra Señora de la Soledad. La elección del templo, quizás, fue el primer presagio.
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