Por Rodrigo Fresán/Página 12
Desde Barcelona
UNO Nadie sabe muy quién fue San Valentín. Ni siquiera los que creen en esas cosas –Dios, el Paraíso para los buenos y el Infierno para los malos– en las que Rodríguez alguna vez creyó pero ya no a no ser que vengan escritas por un tal Dante. Y, hasta donde recuerda Rodríguez, San Valentín –desde la Alta Edad Media y asociado a la teoría y práctica del amor cortés– no figura en ningún canto de la Commedia que ahora todos leen apantallándose para sentirse tan divINos (y, ah, la Beatrice Portinari de Rodríguez es su amadísima prima argentina y ahogada Mirta, aunque Mirta sea más Eurídice que Beatrice, piensa), pero Chaucer sí rimó sobre el asunto. Se dice que San Valentín nació en el 226 y murió en el 269, y que un 14 de febrero fue enterrado en un osario en la Via Flaminia cercana al Ponte Milvio al norte de Roma. Se dice también que puede ser no uno sino la conjunción de dos Valentinus, uno de Roma y otro de Terni: un médico que casaba a los fieles ignorando la prohibición del emperador y un obispo que curaba la epilepsia (o tal vez fuera el arrebato desatado de caídos en el amor que no podían levantarse pero sí casi levitar entre convulsiones). Y que la Iglesia lo tachó del santoral por considerarlo demasiado “legendario”. Pero el papa Francisco decidió celebrar su memoria en 2014 y ahí esta su adorable calavera (o la de quien sea) coronada por flores en la Basílica de Santa María de Cosmedin donde también se abre para no cerrarse nunca la Boca de la Verdad a la que un periodista enamorado llevó a una amorosa princesa en aquella película. Y no se sabe tampoco con exactitud cuál fue el modelo de martirio elegido para su muerte e inmortalidad, pero Rodríguez piensa que, seguro, a Valentinus le llenaron el corazón de flechas primero y que después se lo rompieron en pedazos a golpe de masa.