La CELAC y la política de Estados Unidos hacia Cuba

Por Jesús Arboleya

Bajo la presidencia pro tempore de Cuba, acaba de celebrarse en La Habana la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Participaron los 33 estados miembros, lo que abarca a todos los países del continente, excluyendo a Estados Unidos y Canadá. Treinta y un jefes de Estado encabezaron sus respectivas delegaciones, convirtiéndola en una de las reuniones de mayor jerarquía y más alto nivel de convocatoria jamás celebrada en la región.

Quizá asumiendo el viejo axioma de que lo que no publican no existe, los grandes  medios informativos de Estados Unidos apenas reseñaron la noticia y millones de norteamericanos no se enteraron del acontecimiento. Pero el gobierno recibió un mensaje tan fuerte y claro que la subsecretaria de Estado, Roberta Jacobson, se apresuró a declarar que se sentía “decepcionada” con el cónclave, debido al espaldarazo brindado al régimen cubano, el cual, según sus criterios, no cumple con los estándares democráticos exigidos.

El asunto, sin embargo, es mucho más complejo. Si bien es cierto que la cumbre de la CELAC constituyó una muestra de respaldo a Cuba, expresada tanto en los documentos aprobados como en las declaraciones de los mandatarios, los objetivos de la reunión no estuvieron centrados en este asunto, sino en establecer mecanismos de integración que fortalezcan la capacidad del bloque para impulsar sus economías, articular políticas sustentables de desarrollo social y preservación del medio ambiente, así como enfrentar los retos de la globalización económica.

De cierta manera, la CELAC no hizo más que dar continuidad a los diversos esfuerzos integracionistas acontecidos en la región en los últimos años, entre los que se destacan el MERCOSUR, la Asociación de Estados del Caribe y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA).

La CELAC no se organiza contra Estados Unidos, incluso en ella están presentes algunos de sus principales aliados en el área. Lo que ocurre es que la hegemonía norteamericana se asienta en una cultura de la dependencia que, por su propia naturaleza, constituye un estorbo real para alcanzar estos propósitos nacionales, lo que la convierte en uno de los obstáculos a vencer.

Excepto Cuba – a quien de todas formas le tocó por carambola – ningún país de América Latina y el Caribe se salvó de las consecuencias sociales del modelo neoliberal auspiciado por Estados Unidos en los años 90 del pasado siglo. La crisis originada por este sistema fue lo que condujo a la emergencia de los movimientos populares, los cuales transformaron el régimen político de varios países de la región. Pero incluso donde no se produjeron cambios políticos tan abarcadores, fue necesaria la implantación de políticas públicas que atenuaran los conflictos y abrieran nuevas perspectivas al desarrollo.

Para adecuarse a las exigencias del mercado mundial, América Latina y el Caribe necesitan superar su condición de exportadora de materias primas y ello requiere potenciar sus propios recursos mediante inversiones que agreguen valor a sus producciones y disminuyan la brecha tecnológica que los separa del primer mundo; establecer nuevos mecanismos financieros para ser menos vulnerables a las crisis económicas globales; alcanzar concertaciones comerciales con vista a potenciar sus propios mercados, así como establecer alianzas regionales para negociar en condiciones de igualdad con las grandes potencias y otros bloques económicos.

Estos intereses traspasan todo el tejido social latinoamericano y caribeño, por lo que solo los sectores oligárquicos más recalcitrantes y aquellos vinculados orgánicamente al capital extranjero se oponen a estos objetivos. Tal ecuación es la que explica que ni siquiera los golpes de Estado patrocinados por estas fuerzas, como los ocurridos en Honduras y Paraguay, a la larga hayan podido revertir la lógica integracionista y terminaran por reintegrarse al sistema.

Tal voluntad política implica retos impostergables en áreas como la educación, la salud pública y la protección del medio ambiente, no solo por su impacto directo en el bienestar humano, sino por su incidencia en las transformaciones económicas que requiere la región, y Cuba aporta un capital humano en algunos casos indispensable para la satisfacción de estas aspiraciones.

En la actualidad es inconcebible la vida en Haití sin la presencia de los médicos  cubanos y otros tan poderosos como Brasil han recurrido a estos servicios, porque no existen otras alternativas. Igual ocurre en prácticamente todo el Caribe y en numerosos países latinoamericanos. No solo en Venezuela, Ecuador o Bolivia, con los cuales Cuba mantiene estrechas relaciones políticas, sino con otros como Guatemala, donde no están presentes tales vínculos.

Proyectos como la alfabetización universal, uno de los objetivos de la CELAC, también se nutren de maestros y sistemas cubanos de enseñanza. Los fármacos cubanos, diseñados especialmente para enfrentar pandemias del Tercer Mundo, son muy apreciados en la región y el desarrollo cubano en éste y otros campos del saber científico abren la posibilidad de empresas conjuntas de diversa naturaleza.

Hasta la ubicación geográfica contribuye a la importancia de Cuba para la integración latinoamericana y caribeña: la apertura del nuevo puerto del Mariel no hace más que confirmar lo que comprendieron los españoles en 1540, cuando establecieron a La Habana como el punto de concentración de la flota. También los padres fundadores de Estados Unidos se dieron cuenta de su importancia, no por gusto la doctrina Monroe se diseñó pensando en Cuba.

Cuba constituye el vínculo natural del Caribe con América Latina y su peso en el resto del Tercer Mundo, así como su influencia política en la izquierda mundial, aportan a la CELAC espacios de diálogo a escala internacional y la posibilidad de contribuir a resolver conflictos internos, como es el caso de las conversaciones de paz que se desarrollan en Colombia, donde el papel de Cuba ha sido públicamente destacado por el presidente Santos, un aliado muy cercano de Estados Unidos.

¿Ha cambio de qué Estados Unidos puede forzar la exclusión de Cuba del concierto regional? Es cierto que antes lo lograron, pero el mundo actual no es el de 1962, cuando Cuba fue expulsada de la OEA. El cambio de esta realidad es precisamente lo que no acaba de comprender el gobierno norteamericano, no solo en lo concerniente a sus relaciones con Cuba, sino con América Latina y el Caribe.

Por sus propios intereses, los gobiernos latinoamericanos y caribeños exigen la presencia de Cuba en los organismos continentales, incluso en la OEA, donde Cuba se ha negado a reingresar. Aparte de otras ventajas, ello tiene el valor simbólico de establecer los límites de la hegemonía norteamericana en el área, así como proyectar otro tipo de relación con el poderoso vecino del Norte.

Es una condición para “el nuevo comienzo” que prometió Obama cuando asumió su primer mandato, pero que todavía no ha dado ni siquiera sus primeros pasos. Incluso la obstinación de Estados Unidos respecto a Cuba hace peligrar la celebración de la próxima Cumbre de las Américas, convocada en Panamá el año que viene, lo que aceleraría la crisis definitiva del sistema panamericano, diseñado por ese país desde finales del siglo XIX, para garantizar su dominio de la región.

Cambiar la política hacia Cuba resulta así una necesidad de la política exterior norteamericana que trasciende el marco bilateral, para extenderse al resto de la región y otras partes del mundo. Hay que ver entonces si está dispuesto a “cambiar lo que debe ser cambiado”. Un consejo de Fidel Castro pensado para Cuba, pero que pudiera servirles para su propio provecho.

Publicado el 06/02/2014 en América Latina, Cuba, Política y etiquetado en , , , , , , . Guarda el enlace permanente. Deja un comentario.

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